Lisboa me tenía reservada una bella sorpresa a modo de despedida. Me refiero a la oportunidad de presentar mis Tentaciones de Lisboa frente a aquellas en que se inspiran y con las que dialogan, las de San Antonio, el eremita, imaginadas por Jéronimo Bosco, y expuestas en el Museo de las Janelas Verdes. Fue en la sala 61, justo delante de ese tríptico en el que tanto he aprendido acerca de tantas cosas: por ejemplo, acerca de lo poco apropiada que es la palabra "espectador" para definir el vínculo que nos une a la obra de arte que amamos, eso que nos pasa cada vez que la contemplamos; o de cómo el museo hodierno busca justamente hacer de nosotros "espectadores" y de la contemplación de la obra una experiencia aséptica y, por así decir, de producción en serie, y así desprovista del único sentido verdadero del arte: cambiar la vida de aquel que lo observa (una tendencia a la que resulta mucho más fácil escapar en un museo como el de Arte Antiga de Lisboa, que continúa siendo, paradoja de los tiempos, humano). Pero, sin duda, de lo que más he aprendido delante de las tablas del Bosco es de mí mismo, de la dicha y del dolor que producen la verdadera soledad. Ese oasis, al que con frecuencia me he escapado en estos años huyendo del barullo (el circundante y el interio), se llenó el otro día de amigos para escuchar a Eduardo Lourenço y a Nuno Júdice hablar, con su lucidez compartida (y, sin embargo, de estirpe tan diversa: universal por humanista la del filósofo; sobria y siempre humana la del poeta), de Las tentaciones. Uno, con la emoción del momento, y con semejante compañía, apenas pudo, en las palabras que abajo se reproducen, dar las gracias y traer la memoria de otros maestros; otros que, como Ángel Campos Pámpano, también experimentaron la soledad irrepetible, inolvidable, de ser frente al Bosco de Lisboa: "No me podré olvidar nunca —decías— de aquella tarde lluviosa en Janelas Verdes. Solos ante un cuadro del Bosco”.
En la presentación de Las Tentaciones de Lisboa
Museu de Arte
Antiga, 23 de junio de 2015
Hoy es un día especial para mí y ningún sentido tendría negarlo. No es solo
que se acerquen los tiempos, siempre difíciles, de hacer las maletas y
emprender camino una vez más, que también. Esos tiempos de mudanza que, pese a
la juventud, uno va acumulando, y que son propicios para la efusión de
sentimientos, en la que siempre cabe una ración de sentimentalismo que
procuraré, no sé si con demasiada fortuna, ahorrarles.
Hoy es un día especial sobre todo por la compañía que me rodea. Y digo que
me rodea en el sentido literal del término. Me explico. Es habitual en este
tipo de actos que comparezcan, del lado del público, amigos, conocidos y gentes
que estiman al autor (por razones que no solo tienen que ver con lo literario,
incluso diré por razones que explican la
amistad pese a lo literario). Y en
este punto puedo darme modestamente por satisfecho. Porque ahí, frente a mí,
veo caras conocidas, veo a unos cuantos amigos y amigas queridas que Lisboa me
ha ido regalando a lo largo de estos cinco años, y a los que, en cierto modo,
llevo ya para siempre en la maleta. A todos, gracias por acompañarme.
Ya menos habitual es que quienes nos presentan los libros sean quienes
nosotros hemos elegido. Y menos todavía que sean quienes en algún momento
imaginamos presentadores ideales de ese libro. Son tantos los factores que se
cruzan en los caminos que solo una especial alineación de los planetas, de esas
a las que tan largos estudios dedicó Fernando Pessoa, llega a hacerlo posible.
Si hoy estuviera aquí, Don Fernando probablemente daría fe de que solo una tal
confluencia de azares me ha deparado el honor de que me acompañen en esta mesa dos
que son maestros en mucho, Eduardo Lourenço y Nuno Júdice. Gracias a los dos
por aceptar la invitación.
Por si esa selecta compañía, al frente y a mi alrededor, no bastase, otra
bien especial completa el círculo, tras de mí. Tan especial que si alguien,
cuando llegué a esta Lisboa hace cinco años, me hubiera dicho que estaría hoy
presentando un libro delante de Las
tentaciones de San Antonio, lo habría tachado de demente. Y ello a pesar de
los muchos sueños de juventud que, en un muchacho nacido a unos pocos cientos
de quilómetros, Tajo arriba, con cierta inclinación a los versos y a la vida de
los caminos, inspiró durante años esta ciudad que nosotros veremos siempre
blanca. Blanca, claro está, como en los versos de Ángel Campos Pámpano. Hoy,
con mi paisano Ángel, repito: “No me podré olvidar nunca —decías— de aquella
tarde lluviosa en Janelas Verdes. Solos ante un cuadro del Bosco”. Puede que
hoy no llueva, y quizás no estemos solos, pero lo que tengo meridianamente
claro es que difícilmente podré olvidar esta tarde. Gracias, pues, a los que
han hecho posible que nos juntemos aquí, a espaldas nosotros, ustedes de frente,
a las imaginaciones de Jerónimo Bosco. Muito obrigado, António, gracias Javier.
Vayan por delante estos agradecimientos para que nadie se me ofenda por lo
que ahora diré: junto a este tríptico he pasado algunos de los mejores ratos
que Lisboa me reservaba. Y no es que esta ciudad esté falta de atractivos ni
que uno no aprecie vuestra compañía, que ha hecho más llevaderos los trabajos
de estos años, pero, necesitados como estamos por momentos de lugares que
restablezcan nuestros vínculos con la trascendencia, aquí he encontrado, cada
vez que lo he buscado, el mío. Un oasis, o mejor, uno de esos promontorios en
medio del desierto egipcio, a los que se retiraban los eremitas y, más tarde,
los cenobitas, siguiendo el ejemplo del santo que está retratado a nuestras
espaldas, San Antonio o, por ser más exactos, San Antón a partir del siglo III
de nuestra era. Y donde hallaban estos
la fuente de todos sus desvelos, pero también de todas sus dichas.
Y en este promontorio, de pie frente a los grillos de Jerónimo Bosco, abismado en la mirada desasosegante de
Antonio que ahora siento fija en mis espaldas, en sus tentaciones, que son
divinas, pero sobre todo humanas, reconozco haber sentido, en cierta medida
como hoy, una soledad densamente poblada; una compañía extrañamente solitaria. Y
no me parece que las definiciones más exactas del genio y de la obra de arte
(la verdadera) se alejen de esto: solo es arte aquello que afirma mi limitada subjetividad,
pero que al tiempo me hace reconocerme miembro de la misma Especie a la que
pertenece quien fue capaz de dictar, sobre las tablas de un roble, con
pigmentos vegetales y minerales, este profundísimo tratado de filosofía. La
misma Especie de aquellos que, en la carta de Jorge de Sena a sus hijos sobre
los fusilamientos de Goya: "amaram o seu
semelhante no que nele tinha de único,/ de insólito,
de livre, de diferente,/ e foram
sacrificados, torturados, espancados,/ e entregues
hipócritamente à secular justiça".
Los maestros, pese a la opinión común, enseñan pocas certezas. Enseñan, si
acaso, a hacerse preguntas. Muchas me han surgido a lo largo de los años de la
contemplación de estas tres tablas y las dos grisallas que cierran lo que fue
(o quiso ser) altar portátil (esto es, trascendencia para ser llevada con
nosotros, de un lugar a otro). Preguntas que tienen que ver con nuestro lugar
en el mundo; con las mejores, y también, las peores potencialidades que el
hombre contiene. Como pago a todas esas preguntas solo he obtenido una intuición:
lo somero que es el conocimiento, aun el más profundo, frente a la impresión
que causa la obra artística, aun la más ligera. Razones por las que un día me
aventuré a escribir estas divagaciones, que hablan de Antonio, el egipcio, de
Jerónimo, el flamenco, de Flaubert o de Pessoa, de Meliès o de Tarkovski, pero
que hablan, lo siento, soy poeta al fin y al cabo, fundamentalmente de mí. De
la impresión duradera que en mi alma han dejado los personajes que ahora
contemplan. Que hablan, y perdón por volver a Sena (pero siempre volvemos a
Sena), de que el arte, todo arte verdadero, es, en estos tiempos de indigencia,
esa “pequenina luz” que alumbra la certeza de que: "nenhum mundo,
que nada nem ninguém/ vale mais que
uma vida ou a alegria de tê-la./ É isso o que
mais importa—essa alegria".
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